La vida me calló; los hechos me encarcelaron. Fui atrapada hace unos meses atrás, mientras caminaba por un desierto vacío, huyendo, en búsqueda de un refugio seguro, el cual evidentemente no encontré. Fueron dos días y dos noches caminando, sin comida, sin agua, totalmente desgastada. Así me encontró la coyuntura, aquella que me esposó y me llevó a la celda. Adentro estaba viviendo, estaba soñando, planificando mi accionar al salir en libertad, pero me censuraban, me quitaban los deseos de escribir y nunca me enviaron papel ni lápiz. Estaba tan coartada de poder desarrollar historias que comencé a olvidar incluso las que viví y que tenía guardadas dentro de mi. Se esfumaron trayectos, vivencias que no ocurrieron hace tanto, pero que se alejaron hasta desaparecer. Me quedé sólo con mis noches, esas que me tranquilizaban, porque me cerraban los ojos y me llevaban hacia otro lugar, recordándome que aun no me matan.
Así fueron aquellos meses, alejada de mi propia vida, quizás en un constante cuestionamiento sobre un montón de cosas, intentando vivir con lo que tengo, modificando errores, sintiéndome como tu, como ella, como el. Pero al fin y al cabo, todo es igual. Las personas se siguen yendo, llegando y volviendo, como si no existiera una decisión estable de ser, de estar.
Durante el encierro me llegaron cartas, algunas no las leí, porque olvidé la existencia de los emisores. Las que leí me entristecieron, porque quería estar cerca de esas personas y no podía. Al final las quemé todas, porque al final me olvidan.
Gracias por estar siempre aquí. La estabilidad no es algo que suela estar cerca mío.